viernes, 1 de junio de 2012

DERECHOS ANIMALES




Por Kepa Tamames
Proporciona al parecer apasionado pasatiempo a algunos debatir sobre si poseen o no los animales algo como derechos, o mejor diremos si resulta pertinente que les sean estos reconocidos. Y me propongo a continuación hacer un par de someras reflexiones sobre los dos términos que componen el título. Diré al respecto que se cumplieron el pasado diciembre la friolera de sesenta y tres años desde la primera Declaración Universal de los Derechos de los Animales. Se firmó en París, y orientaba sus buenas intenciones a una sola especie: la humana. Tan particular detalle la convierte en una carta extraordinariamente restrictiva. Tuvieron que pasar tres décadas para que surgiera otra Declaración que, esta sí, abarcara al resto de especies y que, entre otras cosas, admite el asesinato masivo y sistemático de ciertos individuos si posteriormente se hace un uso gastronómico de sus cuerpos. Es lo que hay, y con toda seguridad lo que debiera dejar de haber, al menos si los consultados fueran cerdos, atunes o pavos.
Somos animales. Lo somos independientemente de nuestra profesión, raza, edad, sexo, ideología o estado mental. El carácter animal solo puede adquirirse desde una perspectiva biológica. Ocurre con el término “animal” un fenómeno bien curioso. En nuestro lenguaje, su significado engloba a dos conjuntos de seres diferentes. Por una parte, a “todos los animales”, incluidos naturalmente los humanos. Por otra, todos excepto estos. Para que nos percatemos de la jugada, viene a ser como si el vocablo “perro” designara a sus miembros todos, y al mismo tiempo a otro grupo del que quedarían descolgados los caniches (un poner). De igual manera, podríamos referirnos a las “mujeres” incluyendo al conjunto total, y hacerlo también prescindiendo de las ciudadanas suizas. Así las cosas, y en lógica consecuencia, equivale el intento de comparación entre humanos y animales a tratar de hacer lo mismo con pinos y árboles. En efecto, se habrá percatado el avezado lector de que resulta imposible comparar a un conjunto de sujetos con otro mayor al cual pertenece. El hecho de que la dualidad semántica del término “animal” nos parezca perfectamente natural obedece a que con frecuencia nuestra mentalidad se adhiere a nuestro lenguaje, y acaso este a nuestra también natural idiotez moral.

Vayamos ahora con los derechos. Como ya apuntaron con acierto diversos autores, un sujeto dado no posee derechos de la misma manera que posee brazos, uñas o tráquea. La posesión de estos elementos anatómicos nada tiene que ver con la moral. Los derechos, sin embargo, surgen necesariamente de esta. Pero, ¿qué son los derechos? ¿Qué implica su existencia? ¿Quién decide su conveniencia y quién se beneficia de ella? El derecho es un concepto, una idea cuya puesta en práctica trata de paliar ciertas indeseables consecuencias del comportamiento humano. Convengamos de momento que, en realidad, solo un restringido grupo de animales posee la cualificación intelectual necesaria para hacer juicios de valor sobre sus actos (podríamos llamarlos “agentes morales”), y parece claro que su límite no corresponde con exactitud al grupo humano. Los bebés, así como aquellos que padecen discapacidades mentales severas, o mismamente los enfermos comatosos, no son, evidentemente, seres racionales. Circunstancia que no impide, por fortuna, que puedan disfrutar de derechos básicos, como los que conciernen a la vida o a la integridad (desde su doble expresión física y moral). Y conviene recordar en este punto el carácter limitado de los derechos, pues nadie los tiene en términos absolutos, y con inusitada frecuencia llegan a ser incompatibles. Así, únicamente tiene sentido reconocer el derecho a no ser torturado para quien pueda resultar perjudicado ante la ausencia de ese derecho (sin que importe la especie biológica del beneficiario, antes lo apuntaba). No atentamos contra la integridad moral de un libro si le arrancamos las hojas, de la misma forma que no incurrimos en injusticia al coartar la libertad de expresión del niño al que no permitimos votar en los comicios electorales.

Dicho lo cual, resulta entre descorazonador y patético comprobar cómo la sociedad humana en general, y determinados profesionales en particular, insisten con pétrea obstinación en negar la evidencia respecto a la cuestión de los derechos de los animales no humanos, llegando a construir en el aire retorcidas cabriolas filosóficas, según las cuales podemos los humanos imponernos obligaciones morales para con un animal, sin necesidad de reconocerle derechos, escenario del todo imposible –haga cada cual sus cuentas–, o al menos imposible para este humilde articulista. ¡Es como querer morir sin perder la vida!
En similar sentido, afirmar que solo los seres humanos pueden ser sujetos de derecho se asemeja a afirmar lo mismo respecto a las adolescentes británicas, al colibrí de cola roja o al lince ibérico. Se presentan todas como toscas demostraciones de una mentalidad tan simplista como obtusa, y responden en cualquier caso a la puesta en práctica de todo un esquema mental, milenario y retroalimentado. Solo de ese magma pastoso pueden surgir determinados razonamientos, que bien podríamos bautizar como “teorías del porque sí.

Quienes formamos parte de organizaciones animalistas no somos estúpidamente optimistas en cuanto al trato que seguiremos reservando a las demás especies en un futuro inmediato. Nada va a cambiar de manera radical de la noche a la mañana. Pero queremos algunos estar convencidos de que algún día, tal vez no tardando demasiado, será recordado este incipiente siglo como el comienzo de la mayor revolución moral que vieron ojos humanos.

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