lunes, 13 de mayo de 2013

Liquidación por derribo, por Laura Etxebarria

Se avecinan tiempos muy duros. Para todos, para mí también.
Facturo menos de la mitad de lo que facturaba hace cinco años, pero mis gastos han aumentado, entre otras cosas porque me han subido los impuestos. La subida del IVA me va a arruinar, puesto que yo soy autónoma y trabajo en el sector cultural. A mi alrededor todo el mundo es víctima de una psicosis de crisis: desánimo general. Y nos quedan dos opciones. O pasarnos el día deprimidos y frustrados, o recordar que no necesitamos un secador de pelo. Tampoco necesitamos vestir según la tendencia, mucho menos vestir así a nuestros hijos.

Podemos vivir sin coche desde el momento que la que escribe
vive sin él, y sin televisor. Podemos, aunque no lo parezca, sobrevivir a base de arroz y espaguetis, lechuga y manzanas. Todos esos anuncios que nos hacen creer que seremos muy malas madres si no le compramos a nuestro hijo cierto producto son falacias. Nuestros hijos necesitan mucho más de nuestro cariño que alimentos enriquecidos en calcio, hierro y vitaminas cuya eficacia real, según la comunidad científica, es discutible, por no decir nula. Nosotros fuimos siete hermanos y mis padres no eran ricos, y sé que mi madre invertía en siete niños lo que las actuales familias destinan a uno solo. Y crecimos, como ustedes pueden comprobar si ven mis fotos, lozanísimos. Yo heredaba la ropa de mis hermanas, y no tengo ninguna vergüenza en reconocerlo. No tuve habitación propia. No crecí con un trauma por ello, tengo otro tipo de traumas bastante más complicados. Si algo marchó mal en la infancia, el problema no fue el de vivir sin lujos, desde luego.

Para intentar adelgazar acabamos gastando más dinero que en
comer. Compramos cosas que no necesitamos (ropa y cosméticos,
sobre todo) porque no sabemos diferenciar entre necesidad, deseo y capricho. Nos deshacemos de ropa sin remendarla, tunearla o arreglarla, sólo porque se ha pasado de moda y porque las nuevas generaciones no saben, ya no coser, sino pegar un botón, zurcir un siete o recoser un dobladillo. Y probablemente, no se pondrían una camisa remendada, aunque luego lleven vaqueros rotos que les han costado cien euros. Hemos vivido secuestrados por el espejismo consumista y somos víctimas de un síndrome de Estocolmo brutal y colectivo. Y somos como niños sobreprotegidos que no aprenden a andar porque se han pasado el día en brazos de sus madres. Se nos ha olvidado que quien compra lo superfluo acaba por vender lo necesario.

Uno de mis mejores amigos constituye un claro ejemplo andante
de este despertar espiritual que a algunos les ha supuesto la
crisis. Cuando le conocí, acababa de cumplir 30 años, había montado una pequeña empresa de reformas con dos compañeros de facultad y básicamente se dedicaban a instalar cocinas y baños en los barrios residenciales de chalets adosados que entonces proliferaban como hongos en la sierra norte de Madrid. Vivía con sus padres no porque lo necesitara —ganaba bastante dinero— sino porque le era cómodo. Su madre, que nunca había trabajado fuera de casa, no tenía problema en hacer de criada para sus dos hombres y a su padre no le importaba que de vez en cuando se llevara chicas a dormir, más bien se sentía orgulloso de ello. Vivía pues a pensión completa y gratuita, así que se podía guardar todo el sueldo para él. Pero no ahorraba.

Tenía un coche muy llamativo y salía todos los fines de semana
con sus amigos a cenar en restaurantes caros y de copas por los antros de modernidad, hasta la amanecida, con alguna que otra rayita de coca para mantenerse. El resto del dinero lo gastaba en ropa cara, ordenadores, videojuegos, cine, conciertos y viajes. Era, aún es, un hombre muy guapo y parecía que lo tenía todo en la vida.

Llegué a escribir un artículo inspirado en él y sus amigos: trataba de los kidults o adultescentes, esos tipos de 30 años que viven como niños; que tienen iPad y zapatillas Converse; que se saben el nombre de todos los personajes de Los Simpson y son fanáticos de StarWars; que ven más Cartoon Network que Fox News o CNN; que se van de marcha con su grupo de colegas, al que siguen considerando su «pandilla»; que no saben comprometerse en
relaciones afectivas estables y monógamas; que adoran el desayuno
de su mamá y en lugar de camisa llevan camisetas con la efigie de Naranjito.

Y de pronto, su mundo se desmoronó. Llegó la crisis y cesaron
los encargos. Cada vez facturaban menos hasta que hubo que cerrar
la empresa. Encontró trabajo en un estudio con jornadas maratonia-
nas y sueldo de mileurista, y aún podía estar contento de no haber
ido a engrosar las filas del paro. A su padre le dieron la jubilación
anticipada y se dio cuenta de que no podía mantener los gastos de
comunidad, luz y agua del enorme piso de Madrid, así que lo alquiló
y se retiró a su pueblo natal de Cáceres, cumpliendo el sueño de
su vida. Mi amigo se fue a vivir con otro a un piso compartido. Tuvo que aprender a limpiar y a cocinar, a poner lavadoras y a planchar camisas. Además, trabaja más que antes, así que los fines de semana está agotado. Pero ésa no es la única razón por la que ya no sale de noche. Económicamente, ya no puede permitírselo.

Hace vida diurna. Da largos paseos por el Retiro, visita exposiciones gratuitas y ve películas en la Filmoteca, a dos euros la sesión. Me pide prestados ensayos y novelas porque le ha cogido el gusto a la lectura. Su vida sexual se ha reducido: a las chicas era más fácil convencerlas a las seis de la mañana, con muchas copas y muchas rayas en el cuerpo, que de día y sin estimulantes, porque le falla la labia, y ellas no se muestran tan desinhibidas. Además, no es tan fácil seducir a según qué féminas cuando ya no puedes invitarlas a restaurantes caros ni pagarles las copas. Este verano se ha quedado en Madrid porque no tiene dinero para viajes, así que le presté mi casa a cambio de que me cuidara las plantas.

«¿Sabes? —me dice—. Antes, los domingos por la tarde, solía
tener unas depresiones tremendas, un vacío espantoso, supongo quepor el bajón del alcohol y la coca. Ahora me levanto a las ocho y me voy a correr. El otro día vi amanecer en el Retiro y me di cuenta de que era la primera vez que lo hacía estando sobrio. Entonces pensé que hacía años que no era tan feliz.»

Evidentemente este cuento con final feliz no es aplicable a todo
el mundo. No a familias desahuciadas, ni a aquellas que tengan que
convivir con familiares en situación de dependencia, ni a parados de
larga duración, ni a quienes sobreviven gracias a los comedores de
Cáritas. Sería ridículo pensar que la crisis es buena, no lo es. Aun así no podemos permitirnos abandonar el optimismo. Debemos animarnos los unos a los otros. Leer, compartir ideas, reclamar el cambio, combatir colectivamente la frustración, la rabia y la violencia, la sensación de resignación y desánimo generalizados. Necesitamos sociedades civiles activas, que no deleguen, que no se rindan.

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