Por KEPA TAMAMES
Se hace saber a los usuarios de este seductor magazine que antes de que la presente sección se llamase Bichos llevaba por nombre Mascotas, que de ello fue convenientemente advertida la madre de la criatura, a la postre Lucía, quien, haciendo gala una vez más de esa virtud tan deseable como escasa que es la de escuchar, aceptó el cambio, fuera por no discutir con un chicarrón del norte, fuera porque el tal le expuso convincentes argumentos para el trueque. No acabándome de convencer lo de Bichos, lo doy por bueno si la ganancia es la muerte de Mascotas.
Hace ya algunos meses que milito en esto de la defensa de los animales, más concretamente desde septiembre (el número de meses se cuentan por más de trescientos, y es septiembre el de 1986, por más señas), y entre las frustraciones que atesoro brilla con luz propia la de no haber conseguido hacer entender –a la gente en general e incluso a ciertos animalistas en particular– que el término “mascota” se muestra por completo inapropiado si lo que con él pretendemos es designar al conjunto de animales que conviven con nosotros, sean estos perros, gatos o lagartos del Alto Paraná. Entiendo, y es esta una apreciación personal e intransferible, que el vocablo “mascota” cosifica a los animales, acercándoles un poquito más si cabe a la categoría de objetos de consumo, condición necesaria para despojarlos de todo derecho, o para que los nuestros de tercer orden (a “consumir” seres vivos) prevalezcan siempre sobre los suyos de primero (a la vida, a un hábitat adecuado, a no ser torturados). Dices mascota y estás diciendo cosa, objeto, adorno, de tal forma y manera que parecen estos fichas intercambiables, perro por gato, tortuguita por hámster, loro por ardilla, lo importante es “tener una mascota en casa”, antes que considerar que cada uno de ellos y ellas son individuos únicos e irrepetibles, sujetos de una vida, y a ella se aferran como si fueran conscientes de que no habrá una segunda oportunidad. Realmente no la hay, que siendo esta nuestra única experiencia vital, más vale ser aquí felices que desdichados, pues ni una ni otra cosa podremos cambiar, a menos que creamos en algo parecido a la reencarnación, y desde luego no es el caso de quien suscribe.
¿Nos hemos parado a pensar siquiera durante un minuto en qué diantres es eso de “mascotas”, de dónde surge el nombre y todo eso? Deriva del francés mascotte –lo sospechaban, no me lo digan–, y su etimología no da mucho de sí: objeto o figura que proporciona suerte a su poseedor; amuleto. Habrá casos, quién soy yo para negarlo, pero, hasta donde me alcanza el entendimiento, no trae suerte el gato o el perro a su dueño –o mejor diremos tutor, puestos a–, sino más bien al contrario, en especial si se trata de animales abandonados, a los que se le apareció una virgen canina/felina y encontraron la felicidad de un hogar y una familia. De serlo para alguien, soy yo la mascota de Elliot, de Louise, de Koska (posan aquí para la posteridad), y no al contrario. ¿No les parece?
Ante similar tesitura nos encontramos si acudimos a la expresión “animales de compañía”, por cuanto parece que les asignamos con tan sospechoso epígrafe el banal papel de acompañarnos, de servirnos de entretenimiento, de sernos útiles, en la acepción más mercantilista del término “útil”. ¿Hay alternativas? Si hemos encontrado aproximada solución a problemas harto más arduos, ¿no habremos de hacerlo con unas simples palabras? Alguien –hasta pude ser yo mismo– propuso aquello de “animales bajo tutela”, sin duda más apropiado, aunque demasiado desconcertante, quizá. Y pasa con estas cosas como con otras muchas, que acaso la solución esté en la sencillez antes que en lo rebuscado, tan cerca que ni conseguimos enfocarla. Fue la antropóloga –y sin embargo amiga– Carme Fitó quien me habló de los “animales familia”. ¡Claro! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¿Qué son los Toby, las Carlota, los Kizkur de turno, sino familiares de afectos? Como lo son nuestros amigos humanos, de hecho. ¿Alguien alberga atisbo de duda respecto a que sentimos más aprecio por nuestro perro o gato que por ciertos familiares de sangre, que su pérdida supone para nosotros una mayor aflicción que la muerte de un “simple” vecino, o incluso la de un tío lejano con el que apenas tuvimos trato? ¿Es tan difícil comprender, y sobre todo aceptar, que el amor, el cariño, volvemos al afecto, qué palabra tan hermosa, no conoce fronteras, que no acaba de repente donde lo hace el límite humano?
He aquí un reto bien complejo al que sin embargo nos da pavor enfrentarnos: hablo de difuminar la [de facto] inexistente linde entre lo humano y lo animal hasta hacerla desaparecer de nuestras mentes, el único lugar donde habita.
Kepa Tamames
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