Liquidación por derribo, por Laura Etxebarria
Se avecinan tiempos muy duros. Para todos, para mí también.
Facturo menos de la mitad de lo que facturaba hace cinco años, pero mis
gastos han aumentado, entre otras cosas porque me han subido los
impuestos. La subida del IVA me va a arruinar, puesto que yo soy
autónoma y trabajo en el sector cultural. A mi alrededor todo el mundo
es víctima de una psicosis de crisis: desánimo general. Y nos quedan dos
opciones. O pasarnos el día deprimidos y frustrados, o recordar que no
necesitamos un secador de pelo. Tampoco necesitamos vestir según la
tendencia, mucho menos vestir así a nuestros hijos.
Podemos vivir sin coche desde el momento que la que escribe
vive sin él, y sin televisor. Podemos, aunque no lo parezca, sobrevivir
a base de arroz y espaguetis, lechuga y manzanas. Todos esos anuncios
que nos hacen creer que seremos muy malas madres si no le compramos a
nuestro hijo cierto producto son falacias. Nuestros hijos necesitan
mucho más de nuestro cariño que alimentos enriquecidos en calcio, hierro
y vitaminas cuya eficacia real, según la comunidad científica, es
discutible, por no decir nula. Nosotros fuimos siete hermanos y mis
padres no eran ricos, y sé que mi madre invertía en siete niños lo que
las actuales familias destinan a uno solo. Y crecimos, como ustedes
pueden comprobar si ven mis fotos, lozanísimos. Yo heredaba la ropa de
mis hermanas, y no tengo ninguna vergüenza en reconocerlo. No tuve
habitación propia. No crecí con un trauma por ello, tengo otro tipo de
traumas bastante más complicados. Si algo marchó mal en la infancia, el
problema no fue el de vivir sin lujos, desde luego.
Para intentar adelgazar acabamos gastando más dinero que en
comer. Compramos cosas que no necesitamos (ropa y cosméticos,
sobre todo) porque no sabemos diferenciar entre necesidad, deseo y
capricho. Nos deshacemos de ropa sin remendarla, tunearla o arreglarla,
sólo porque se ha pasado de moda y porque las nuevas generaciones no
saben, ya no coser, sino pegar un botón, zurcir un siete o recoser un
dobladillo. Y probablemente, no se pondrían una camisa remendada, aunque
luego lleven vaqueros rotos que les han costado cien euros. Hemos
vivido secuestrados por el espejismo consumista y somos víctimas de un
síndrome de Estocolmo brutal y colectivo. Y somos como niños
sobreprotegidos que no aprenden a andar porque se han pasado el día en
brazos de sus madres. Se nos ha olvidado que quien compra lo superfluo
acaba por vender lo necesario.
Uno de mis mejores amigos constituye un claro ejemplo andante
de este despertar espiritual que a algunos les ha supuesto la
crisis. Cuando le conocí, acababa de cumplir 30 años, había montado una
pequeña empresa de reformas con dos compañeros de facultad y
básicamente se dedicaban a instalar cocinas y baños en los barrios
residenciales de chalets adosados que entonces proliferaban como hongos
en la sierra norte de Madrid. Vivía con sus padres no porque lo
necesitara —ganaba bastante dinero— sino porque le era cómodo. Su madre,
que nunca había trabajado fuera de casa, no tenía problema en hacer de
criada para sus dos hombres y a su padre no le importaba que de vez en
cuando se llevara chicas a dormir, más bien se sentía orgulloso de ello.
Vivía pues a pensión completa y gratuita, así que se podía guardar todo
el sueldo para él. Pero no ahorraba.
Tenía un coche muy llamativo y salía todos los fines de semana
con sus amigos a cenar en restaurantes caros y de copas por los antros
de modernidad, hasta la amanecida, con alguna que otra rayita de coca
para mantenerse. El resto del dinero lo gastaba en ropa cara,
ordenadores, videojuegos, cine, conciertos y viajes. Era, aún es, un
hombre muy guapo y parecía que lo tenía todo en la vida.
Llegué a escribir un artículo inspirado en él y sus amigos: trataba de
los kidults o adultescentes, esos tipos de 30 años que viven como niños;
que tienen iPad y zapatillas Converse; que se saben el nombre de todos
los personajes de Los Simpson y son fanáticos de StarWars; que ven más
Cartoon Network que Fox News o CNN; que se van de marcha con su grupo de
colegas, al que siguen considerando su «pandilla»; que no saben
comprometerse en
relaciones afectivas estables y monógamas; que adoran el desayuno
de su mamá y en lugar de camisa llevan camisetas con la efigie de Naranjito.
Y de pronto, su mundo se desmoronó. Llegó la crisis y cesaron
los encargos. Cada vez facturaban menos hasta que hubo que cerrar
la empresa. Encontró trabajo en un estudio con jornadas maratonia-
nas y sueldo de mileurista, y aún podía estar contento de no haber
ido a engrosar las filas del paro. A su padre le dieron la jubilación
anticipada y se dio cuenta de que no podía mantener los gastos de
comunidad, luz y agua del enorme piso de Madrid, así que lo alquiló
y se retiró a su pueblo natal de Cáceres, cumpliendo el sueño de
su vida. Mi amigo se fue a vivir con otro a un piso compartido. Tuvo
que aprender a limpiar y a cocinar, a poner lavadoras y a planchar
camisas. Además, trabaja más que antes, así que los fines de semana está
agotado. Pero ésa no es la única razón por la que ya no sale de noche.
Económicamente, ya no puede permitírselo.
Hace vida diurna. Da
largos paseos por el Retiro, visita exposiciones gratuitas y ve
películas en la Filmoteca, a dos euros la sesión. Me pide prestados
ensayos y novelas porque le ha cogido el gusto a la lectura. Su vida
sexual se ha reducido: a las chicas era más fácil convencerlas a las
seis de la mañana, con muchas copas y muchas rayas en el cuerpo, que de
día y sin estimulantes, porque le falla la labia, y ellas no se muestran
tan desinhibidas. Además, no es tan fácil seducir a según qué féminas
cuando ya no puedes invitarlas a restaurantes caros ni pagarles las
copas. Este verano se ha quedado en Madrid porque no tiene dinero para
viajes, así que le presté mi casa a cambio de que me cuidara las
plantas.
«¿Sabes? —me dice—. Antes, los domingos por la tarde, solía
tener unas depresiones tremendas, un vacío espantoso, supongo quepor el
bajón del alcohol y la coca. Ahora me levanto a las ocho y me voy a
correr. El otro día vi amanecer en el Retiro y me di cuenta de que era
la primera vez que lo hacía estando sobrio. Entonces pensé que hacía
años que no era tan feliz.»
Evidentemente este cuento con final feliz no es aplicable a todo
el mundo. No a familias desahuciadas, ni a aquellas que tengan que
convivir con familiares en situación de dependencia, ni a parados de
larga duración, ni a quienes sobreviven gracias a los comedores de
Cáritas. Sería ridículo pensar que la crisis es buena, no lo es. Aun
así no podemos permitirnos abandonar el optimismo. Debemos animarnos los
unos a los otros. Leer, compartir ideas, reclamar el cambio, combatir
colectivamente la frustración, la rabia y la violencia, la sensación de
resignación y desánimo generalizados. Necesitamos sociedades civiles
activas, que no deleguen, que no se rindan.
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